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Mundos íntimos. Tuve una niñez y una adolescencia hechas pedazos: quise encajar con gente que no me respetó ni me quiso

A veces toca hacer cosas que no queremos, en mi caso fue acostumbrarme a vivir con el dolor. El recuerdo y la angustia caen como imágenes que pasan de un segundo a otro, sin respiro. Lo primero que aparece, tan punzante como sorpresivo, es el recuerdo del aula pulcra y los bancos escritos con birome BIC, que todavía me producen asfixia.

A pesar de que la escuela se definía como una institución cuya educación estaba centrada en el individuo, entendido como un ser único e irrepetible, capaz de opciones libres y justas, creado a imagen y semejanza de Dios, nada de eso era así. En ese lugar dejarse maltratar era el equivalente de ser amado, y maltratar significaba amar. Al principio intenté rechazar el maltrato, denunciarlo y confrontarlo, pero con el tiempo fui dejando de lado esas reacciones porque no eran escuchadas. Dejé de hablar, de pedir, de insistir; (me) dejé.

Abuela. Margarita siempre fue un soporte afectivo para Camila Díaz Gaggero.Abuela. Margarita siempre fue un soporte afectivo para Camila Díaz Gaggero.Se entendía a cada persona como un ser único e irrepetible, pero todo era uniforme, incluso, permitían el castigo a quienes no se adecuaban a sus medidas. No reconocían otros lugares, personas ni conflictos. Opciones libres y justas, pero la libertad no tenía ningún tipo de parentesco con ese colegio, y la justicia… nada de lo que sucedió en ese lugar fue justo.

La mamá de Ludmila le dijo a mi mamá que estaba triste porque su hija y yo nos llevábamos mal y, en un intento de que nos hiciéramos amigas, me invitó a su casa después del jardín.

Cuando recibí la invitación me invadió una felicidad de esas que me hacían bailar sola en el comedor de mi casa. Era raro que me invitaran a mí, pero podían empezar a quererme, por algo me habían llamado. Por suerte, la propuesta fue de un día para el otro, sino hubiera seguido imaginándome que íbamos a ser mejores amigas, que nos íbamos a sentar juntas en clase, que íbamos a jugar las dos en los recreos y a compartir la mesa en los almuerzos. Por fin, no iba a estar más sola.

Sin compañía. Camila Díaz Gaggero en una foto que puede verse como un ícono de la soledad que la aquejaba.Sin compañía. Camila Díaz Gaggero en una foto que puede verse como un ícono de la soledad que la aquejaba.A la salida del jardín, nos fuimos juntas en el auto de su mamá. En el auto, Andrea les hablaba al oído a Florencia y a Ludmila. Se reían por lo bajo. En un momento les dije que yo también quería saber de qué hablaban, pero no me dijeron. Ludmila me lo estaba por contar cuando Andrea le pellizcó la pierna.

Apenas entramos a la casa, no pude dejar de mirar lo blanca que era. Una alfombra de lana cubría el piso de un color crema, apenas un tono más oscuro que el blanco. No sabía que existían tantos tonos de blanco. Los adornos brillaban sobre los muebles de madera lustrados y en la cocina no había ni un solo dibujo de Ludmila pegado en la puerta de la heladera.

La mamá nos pidió que dejáramos las mochilas colgadas en el perchero, nada de revolearlas por ahí. Después puso sobre la mesa del comedor unas galletitas en unos platos de cerámica y nos sentamos a dibujar. Ludmila, Florencia y Andrea pusieron las sillas una al lado de la otra. Solo hay lugar para tres, dijo Ludmila. Andrea y Florencia solo asintieron con la cabeza. Yo me senté del otro lado de la mesa, sola.

Ludmila sacó su cartuchera de Barbie de tres pisos y desplegó todos sus lápices de colores flúo a lo largo de la mesa. Tenía tantos colores, pero ningún gris. Yo saqué los míos, que no eran flúo y ni siquiera tenían punta. Ellas se iban pasando los lápices entre sí, mientras yo los miraba ir de un lado al otro. De la misma forma veía moverse el péndulo de un reloj que estaba de pie junto a la puerta del baño. Quería con todas mis ganas pedirle que me prestara los lápices, pero no me animaba. El sonido del reloj parecía sonar cada vez más rápido y mi corazón se agitaba de la misma forma cuando intentaba pedírselos.

Después de un rato, me animé a preguntarle si me los prestaba. Florencia le dijo un secreto y se empezaron a reír las tres. Ludmila me dijo que no me prestaba los lápices porque solo podía prestárselos a dos chicas, así le había dicho su mamá.

—Sos una mentirosa —le grité.

—¡No soy mentirosa! —gritó ella más fuerte.

—Nunca me prestás nada. Es mentira que tu mamá no te deja.

—Es verdad, ¿o no, Andrea? —le dijo mirándola fijo, y Andrea asintió.

La mamá nos podía ver discutir desde el living, sentada en el sillón junto al papá de Ludmila. Los dos nos miraron de reojo y estiraron el cuello, pero no hablaron. En un momento los gritos fueron tantos que la mamá solo dijo:

—Ludmila, compartile los lápices y vos, Camila, no grites más.

Yo no tenía más ganas de pelear, estaba cansada y los juegos que me había imaginado antes de llegar a la casa de Ludmila, poco a poco, se alejaban de lo que estaba pasando. Me quedé callada y dejé que las cosas siguieran como hasta el momento.

—Ahora nos vamos a ir para el piso de arriba y se los doy —le contestó Ludmila.

—Jurame que me los vas a prestar —le dije yo. Ya no les creía tanto.

Ella se puso un dedo en la boca, de forma vertical y después horizontal, en señal de que me lo juraba y empezamos a subir las escaleras cubiertas con una alfombra de terciopelo que llegaba hasta las habitaciones.

Ahí vi cómo puso una mano detrás de su espalda, juntó su dedo índice con el del medio y los retorció. Eso significaba que el juramento se rompía. Entonces, volví a pedirle que me prestara los lápices una vez que llegamos a su habitación, pero no quiso.

—Vos me lo juraste —le dije.

—Sí, pero te mentí —me contestó, con la impunidad de las que saben que son impunes.

Las tres chicas se abrazaron entre risas, festejándole el chiste a Ludmila. Sentí que el corazón se iba a salir otra vez, como cuando me invitó a su casa. La que actuó sola, sin ninguna orden, fue mi mano, la levanté para tirarle del pelo con tanta fuerza como para dejarla pelada, pero no lo hice.

Me apoyé en el marco de la puerta a mirar cómo las arañas de cristal desparramaban su brillo sobre un tocador de princesa. Quería agarrar sus maquillajes o sus muñecas o sus disfraces y tenía ganas de rompérselos. Cuando se dio vuelta y quedó de espaldas, toqué las Barbies con la punta de mi dedo, sin que me vieran y sin hacer ruido, quería que me las prestara. ¿Quería que me las prestara? ¿O en realidad ese préstamo significaba la entrada al mundo de ellas, aunque fuera por un ratito?

La mamá pasó por la puerta de la habitación, entonces aproveché a decirle que no me prestaba los lápices; pero cuando la retó, Ludmila dijo que en realidad me los había dado y yo no los quise. ¿Cómo que no los quería?, si toda la tarde solamente había corrido detrás de esos lápices. No pude contestarle eso porque, cuando quise hablar, la mamá ya se había ido y, además, ya casi no me salía la voz.

Sin voz, sin ganas de pelear y hasta un poco invisible, bajé al comedor y me senté al lado del reloj de péndulo a mirarlo de nuevo, pero esta vez el tiempo pasó muy lento hasta que llegó mi mamá. Volví a mirar el comedor y el living de la casa perfectamente blanca. Había alguna cosa de otro color, pero nunca un gris.

Cuando la vi entrar por la puerta, corrí a abrazarla por las rodillas. Le dije que no quería ir más.

—Sos mala, tenés que jugar con tus amigas —me dijo mi mamá.

Otra vez no me entendió, otra vez volví al silencio.

Yo tuve la sensación de no ser correspondida por nada y el no acomodarme a las medidas establecidas me condenó a la soledad. Una soledad que, en ocasiones, me dejó muy al margen. No creo que esto solo me pasara a mí, todos en ese lugar utilizaban las mismas formas de vincularse, no eran las mías y tampoco las entendía, pero lo que sí sé es que yo siempre fui observadora y tenía registro de eso que pasaba.

Tampoco sé por qué tenían esa manera de vincularse, a través del maltrato, ahora que ya todo se enfrió un poco pienso que quizás haya tenido que ver con los adultos que no pudieron darnos las herramientas o gestionar otras maneras de vincularnos, una escuela que tampoco pudo hacerse cargo de lo que pasaba y fomentaba ese tipo de vínculos.

Lo que sé con certeza es que, en mi caso, yo no pertenecía a ese lugar y, por más que intentara ocultarlo, eso se notaba y no era un lugar en el que estuviera bien visto ser distinta. Ese no coincidir en sus medidas me hizo sentir desencajada, me llevó a replantearme entre elegir perder el sol que llevaba dentro, para encajar con la medida de amor que tenían estas personas, o conservarlo a costa de quedarme sola. ¿Vos qué hubieras elegido?

Me encantaría decirte que yo elegí conservar mi sol, pero no lo hice, cambié todo para poder pertenecer a un grupo de compañeros del colegio, aunque igual me quedé completamente sola. Esa sensación, lejos de achicarse, fue haciéndose cada vez más grande. Llegué a la adolescencia hecha pedazos, tanto que ni siquiera pude reconocerme en esos restos. Era como esa pieza de un rompecabezas que intentás enganchar y seguís presionando hasta que se rompe.

¿Perdí mi sol? Algo debo haber perdido, no fui la misma persona cuando salí de ahí. ¿Alguna vez lo tuve? No lo sé, al parecer no tenía nada más que tierra, estaba lejos de encontrar alguna luz. ¿Podía recuperarlo? ¿Era posible recuperarlo sin que quedaran marcas?

Mi panza es una especie de mapa que muestra una historia, con heridas y cicatrices. Justo al lado de la herida estaba mi abuela Margarita, esa mujer de cabellos dorados que me decía «sana, sana y si no sana hoy, sanará mañana». Me regalaba esa frase mágica mientras me acariciaba donde sentía dolor y era automático, sanaba cualquier malestar.

Mi infancia y adolescencia fueron constantes momentos pendulares entre dolores y «sana, sana», hasta que no hubo palabras mágicas que alcanzaran a tapar lo que cada vez se hacía más grande. Ella es, de alguna manera, una cicatriz, una marca en el dedo anular, donde llevo su anillo, directo al corazón.

Cierro los ojos y puedo ver su casa pequeña, donde solíamos vivir con mi mamá, con las paredes sucias de humedad —con un poco más de esfuerzo puedo llegar a olerlas—, el patio, en el que entrábamos dos personas, y la rayuela dibujada en la vereda con los restos de una tiza.

Desde que tengo memoria, cuando me levantaba para ir al jardín, Margarita ya estaba sentada en la mesa con el mate listo, esperando que nos despertáramos; hasta el día de hoy no encuentro gesto de amor más grande. Esa marca emocional me permitió, durante la adolescencia, tener la capacidad de andar por todos lados haciendo «sana, sana» y dando pociones mágicas, a la espera de que, del otro lado, mínimamente, no me dejaran una herida.

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Camila Díaz Gaggero nació en Buenos Aires, en 1995. Estudió Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires (UBA), con especialización en Comunicación Comunitaria. Fascinada por la conexión entre el periodismo y la literatura, amplió sus horizontes académicos al realizar un curso de especialización en periodismo y literatura en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Durante su formación universitaria, Camila se destacó por su compromiso con temas sociales y la escucha activa. Este año publicó su primer libro, No me apagues el sol, una historia en la que el maltrato tiñe muchas vivencias. Fuera de las actividades profesionales, le gusta escribir, salir a caminar y el invierno.

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