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Mundos íntimos. Maltrato laboral: mis primeros trabajos fueron agobiantes. En uno, la comida que te daban dependía de tu cargo.

Mis penurias estaban lejos de terminarse. José León Suárez, diciembre del 95. Había concluido el secundario, la situación económica en casa estaba en declive, ni traje para la fiesta de egresados pude tener, combiné un pantalón de jean azul con una camisa roja que me habían regalado para mis quince y la corbata que usé en mi Primera Comunión.

Mi madre vio un papel pegado en la puerta de la ya inexistente carnicería de mi barrio, El Toro Feo, pedían un cajero, habló con el encargado por mí. Al otro día fui a verlo. Don Miguel me miró de arriba a abajo: “venite el lunes que te tomamos una prueba”, dijo. Empecé a trabajar. Dentro del local el calor era insoportable, y yo, como cajero, debía estar literalmente en una caja de uno por uno donde el calor era aún más abrasador.

Trabajaba muchas horas, de lunes a sábado y los domingos por la mañana. En más de una oportunidad, uno de los carniza men me había pedido que no cobrara yo sino que mandara a la gente a pagarle a él cuando el encargado no estuviera. Yo me negué, no quería problemas, así que mi relación con él se tornó distante. Mucho peor la pasaba el pibe de la limpieza, más chico que yo y con algún tipo de retraso mental, al que ese sujeto burlaba de diferentes maneras. ¡Mire para abajo cuando me hable, carajo!, decía y él le hacía caso. A veces lo obligaba a girar sobre sí mismo varios minutos con la amenaza de ser golpeado si no lo hacía, entre otras cosas.

Adrián Magrini (der.) cuando trabajaba en una sandwichería, junto a sus compañeros. Lo Adrián Magrini (der.) cuando trabajaba en una sandwichería, junto a sus compañeros. Lo «retaban» por cortar el queso no tan finito…Al mes me designaron a otra sucursal a unas cuadras, ahí éramos tres, Roberto, Leo y yo. Si bien yo era el cajero, las condiciones cambiaron, se me dio la orden de limpiar y aprender el oficio de carnicero. Me parecía mucho para lo poco que pagaban. Haciéndome el tonto, siempre demoraba la limpieza que terminábamos haciendo entre los tres. Pero puse mucho empeño en aprender el oficio. Me estaba gustando. Después de despostar, me pavoneaba con el delantal bañado en sangre igual que lo hacían ellos. Como Leo veía que yo les hablaba mucho a los clientes y los hacía reír, empezó a tomarme bronca y me buscaba pelea, pero yo no le daba importancia. Una tarde nos robaron. Eran dos, recuerdo estas palabras “no somos mala gente, hacemos esto pa’ comer” y cuando uno de ellos me sacó la billetera yo le dije “no tengo nada”, la abrió y en efecto no tenía ni un billete. “¿Pa qué trabajás, amigo?”, dijo, y me la devolvió. Para ese momento yo tenía mi grupo de rock, Puro Circo, los domingos por la tarde iba pintado a los ensayos, con la voz quebrada por el agotamiento. Creo que a partir de ese momento empecé a enojarme con mi suerte, con la vida.

En el Correo. A Adrián Magrini le descontaron las horas que iba a la Facultad, aunque las iba a compensar. Aquí junto a su compañera Roxana.En el Correo. A Adrián Magrini le descontaron las horas que iba a la Facultad, aunque las iba a compensar. Aquí junto a su compañera Roxana.Para abril, me llamaron de una casa de comidas rápidas en Martínez. Dejé la carnicería y empecé el CBC. Con un ciclomotor destartalado que compramos en mejores épocas, me iba a cursar a la sede San Isidro y al terminar, enfilaba para mi nuevo trabajo. Recuerdo que había elegido el turno noche porque pagaban un poco más. La supervisora nos gritaba todo el tiempo y nos exigía productividad, además se preocupaba por la limpieza “¡Quiero esos zócalos relucientes en cinco minutos, Magrini!” repetía cada vez que me tocaba esa tarea.

Había una jerarquía para nuestra comida: si uno recién empezaba solo podía acceder a los menús más económicos, los supervisores y gerentes accedían a los más caros. De modo que me conformaba con mi modesta y grasosa cena. Aprovechaba ese momento para leer los suplementos culturales de todos los diarios que había en el local; y, con cualquier excusa (hasta llevar un vaso de soda no pedido), me ponía a hablar en inglés con los turistas que nos visitaban. Mi deseo de viajar era enorme, eso vendría años después, en épocas más lumínicas, por ahora me contentaba con esas charlas, con mi colección de estampillas y con la lectura. Terminábamos a las 4 de la mañana, aturdidos, cansadísimos. Lo lindo era los fines de semana estar charlando con los compañeros en una plaza hasta la hora de desayunar en algún bar de por ahí. La camaradería, las risas, no eran algo menor en esos días.

Con mi madre, aún en los tiempos más jodidos, siempre sacamos la casa adelante. En el chino se compraba siempre lo más barato, desde esas hamburguesas que al cocinarlas llenaban la sartén de grasa y quedaban chiquitas como una moneda, hasta esas mermeladas que eran un mazacote de colorante. El puchero no faltaba, las tartas de jardinera tampoco. Con sacrificio, siempre pudimos pagar los servicios, en el invierno crudo, prendíamos el Orbis Calorama al atardecer y antes de dormir se apagaba. Si me compraba una remera o un bóxer y una crema de afeitar, lo demás me alcanzaba para la comida y los viáticos, no más. O si salía un sábado a la noche, no podía salir el resto del mes. De todas maneras, seré sincero, muchas veces fui sin un peso a San Martín, colado en el tren, y la pasaba bárbaro con amigos.

El 10 de diciembre aprobé la materia Sociología con la que di por terminado el CBC, ese mismo día me llamaron para un nuevo trabajo en una librería. Fue un bálsamo, no ganaba mucho, pero era feliz. Yo estaba en el subsuelo, en el sector de la literatura en varios idiomas. Un lugar en el que hasta el menos intelectual terminaba por cultivar la lectura. Hacer la vidriera los sábados con el supervisor Nicolás me llenaba de alegría. Quería abarrotarla de clásicos, él me enseño que nos guste o no, teníamos que poner también los best sellers. Pero mi inexperiencia me llevó a aceptar un empleo en el Correo Argentino, más cerca de mi casa y apenas mejor pago, pero en el que, sin saberlo todavía, sería muy infeliz.

Entré recién iniciada la privatización, en marzo de 1998. Se trabajaba nueve horas a toda máquina, había que estar mucho tiempo parado en ventanilla, las colas eran interminables y solo podíamos parar para comer de a uno por vez, de modo que a veces uno terminaba almorzando a las cuatro de la tarde. Pero lo que más me abrumaba era no poder estudiar la carrera de Filosofía con toda la potencia que hubiera querido, a duras penas podía hacer una materia por cuatrimestre. Una vez cursé una por la mañana, pedí a mi jefe permiso para llegar más tarde y devolver esas horas los sábados, me lo concedió.

Sin embargo, al mes siguiente noté en mi recibo de sueldo que esas horas me las habían pasado a descuento. Cuando pregunté el porqué, no recibí respuesta. A una compañera la llamaron para trabajar en una importante empresa de comunicaciones, era una pasantía de pocas horas, justo lo que yo necesitaba para poder estudiar, tocar con la banda y escribir mis cuentos. Me prometió que apenas viera una posibilidad para mí me avisaría. No hablamos por un año, di esa opción por muerta hasta que recibí su llamado “Adri, mándame por fax tu CV, están tomando”. Entré a trabajar allí y mi vida cambió para bien. Se vino la crisis del 2001 y tuve que afrontar otros desafíos, pero esa es una larga historia que contaré en otra oportunidad.

Dejé para el final el relato de mi primer trabajo por haber sido el más particular. A fines del ´94 estaba terminando cuarto año. Hacía unos meses mi padre se había ido de casa después de años de peleas con mi madre, un infierno diario, por eso me alegré de que se fuera. Pero desde lo económico, pronto se notó su ausencia. Mi madre tuvo que bancar la casa, el colegio y mis clases de inglés particular, en ese momento ella trabajaba limpiando casas. Fue un año caótico. Un compañero de curso, Fernando, me preguntó si no quería hacer un laburito de fin de semana en una sandwichería de Villa Adelina. Acepté. Antonia siempre estaba de mal humor. Nos hacía trabajar catorce horas por día. Recuerdo una oportunidad en que ya eran las dos de la tarde, teníamos un hambre bárbara, nos miramos, Fernando que era el que más la conocía tomó la palabra “¿Señora, podemos parar un rato para comer?”. No recibimos respuesta. Segundo intento. “Antonia, sería un ratito nomás. Si no fuera molestia…”. “Ya te escuché. Acá hay que sacar los pedidos, eh. Vamos muy atrasados. Tienen quince minutos, ¡bam, bam!”.

Comimos nuestra viandita como bestias. Las veces siguientes, aprovechamos cada vez que la señora salía del local. Devorábamos una lata de palmitos en cinco minutos; o nos hacíamos unos sándwiches cargadísimos, con fetas bien gruesas, morrón y mayonesa. Mientras les repetía a los muchachos lo mismo que ella me decía las veces que me retaba cuando me tocaba ir a la cortadora “¡Así no, nene, de papel tienen que ser!” y nos matábamos de risa. Ahí tuvimos un compañero extraordinario: Coronel Colman (sí, ese era su nombre y apellido), que con su humor y osadía pudo echar un poco de luz en esas horas terribles. Esta experiencia me sirvió de inspiración para escribir el cuento “Sánguches”, parte de mi libro “El trago bolche” (Falta Envido Ediciones).

No todo fue oscuridad, conocí gente maravillosa, como al mencionado Coronel, que nos hacía reír a carcajadas; a Anahí, esa chica gitana que me llevaba pan recién horneado por ella a la carnicería; a Mariela y Pablo de la casa de comidas rápidas, juntos fuimos invencibles; a Daniela, compañera de ventanilla que me hizo conocer como nadie la noche de San Martín, y a muchos más. A todos los recuerdo con mucho cariño. Aprendí que no sirve enojarse con la vida ni con nadie y que hay situaciones mucho peores que las que me tocaron vivir. No tengo enemigos, los días pasan rápido. Tanto, que no hay tiempo que perder.

Adrián Magrini

Adrián Magrini, escritor.

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