El personal de la División Homicidios demoró cuatro días en identificar a la víctima. Se trataba de Alberto Luis Fleitas, un hampón que, debido a sus costumbres exquisitas, se lo llamaba “El Jailaife”, en alusión a esa expresión inglesa que significa “alta sociedad”.
Lo cierto es que aquel hombre solía frecuentar los círculos más selectos del universo delictivo de la época. En consecuencia, sus enemigos se contaban por decenas. Ello hizo que, al principio, los investigadores se atascaran en una franca desorientación. Sin embargo, semanas después, la pesquisa comenzó a apuntar sobre otro alto dignatario del bajo mundo: Vicente Otero (a) “Cacho”.
De ello se haría eco la prensa y, por ende, la opinión pública en general, ignorando, desde luego, que tal versión tenía una finalidad aviesa.
La misma cayó como un baldazo de agua fría sobre Otero, al ver su foto en la primera plana del diario La Razón.
En ese preciso instante estaba en el Hipódromo de Palermo, y el asunto no pudo ser menos oportuno: acababa de sonar la campana de la sexta carrera, en la que debutaba el veloz Mamadera, su flamante adquisición. Y mientras se aproximaba al disco, con cuatro cuerpos de ventaja sobre el competidor que iba segundo, él ya había abandonado la Tribuna Oficial para refugiarse en una de sus tantas guaridas secretas.
En paralelo, los vecinos de Balneario, un pequeño barrio residencial del partido de Vicente López, efectuaban una ruidosa manifestación para impedir que sea apartado de su puesto el subcomisario de La Bonaerense, Luis Botey, a quien todos apreciaban, debido –según una crónica publicada en la mañana siguiente por el diario La Nación– a “su cruzada contra el delito callejero, el contrabando y el tráfico de drogas”. La cuestión es que el uniformado estaba bajo arresto por cuestiones que aún no habían trascendido.
En rigor, aquellas tres circunstancias estaban entrelazadas.
La guerra de la triple alianza
Tal vez el asesinato de Fleitas haya provocado en Otero cierta pesadumbre, ya que no era un secreto la relación comercial que los unía.
No obstante, más que las sospechas existentes sobre su participación en ese crimen, a él le indignaba la casi promiscua difusión que había adquirido su imagen. Lo cierto es que Cacho mantenía un obsesivo bajo perfil.
Al respecto cabe refrescar una anécdota. Poco antes había sido abordado por un periodista de la revista Así para hacerle una nota. Entonces, sin alzar la mirada del listado de apuestas clandestinas que ese día sus punteros habían cosechado, Otero le preguntó:
–¿Cuánto le van a pagar por esta nota?
–A mí, señor Otero, me pagan un salario de 30 mil pesos mensuales.
Y él, ahora dirigiéndose a uno de sus colaboradores, dijo:
–Hágale un cheque por 60 mil, y que se vaya.
Luego siguió enfrascado en sus números.
Pero el juego ilegal era para él una actividad menor, casi un hobby. Lo suyo en realidad era el contrabando. En toda la historia policial argentina no habría en tal rubro un profesional más activo. Otero se había iniciado en ese negocio durante la época peronista, alternado la importación de cigarrillos con la “exportación de gorilas”, como él –no sin cierto cinismo– solía denominar la ayuda que brindaba a opositores al gobierno para exiliarse en Uruguay.
De hecho, tras el derrocamiento del General, supo aprovechar tanto sus contactos como el momento político para expandirse a una escala colosal. De ese modo, amasó un patrimonio que incluía campos y casas.
También fue suyo el famoso haras El Cimarrón y la revista de turf La Fija, una biblia para los “burreros”, mientras el imaginario popular le atribuía nada menos que un puerto propio para operaciones de contrabando en su quinta familiar de Zárate.
En resumidas cuentas, Otero era el paradigma del intocable. Pero dicha virtud no tardaría en volvérsele en contra. Y no debido al imperio de la ley. Es que aquellos eran tiempos revueltos.
Durante la Revolución Libertadora hizo su aparición una nueva camada de pistoleros. Y su contrapartida, la “policía brava”, que combinó la represión política con una variada gama de pactos delictivos. Tal alianza se volcó hacia el contrabando. O mejor dicho, al robo de mercaderías ingresadas ilegalmente al país. Sería el nacimiento de una polémica modalidad: la “mejicaneada”. Tal delito comenzó a expandirse como hongos bajo la lluvia.
En lo que respecta a Cacho, las eficientes medidas de seguridad que él solía aplicar sobre sus “importaciones” hacían de éstas un blanco no muy fácil de vulnerar. Sin embargo, en una oportunidad, su propia persona fue objeto de un atraco. Ocurrió en el verano de 1960, cuando circulaba por Olivos a bordo de su Cadillac. Los pistoleros, tras golpearlo, le robaron 40 mil pesos, además del vehículo. Claro que el él no hizo la denuncia policial.
Dicho sea de paso, fue una “mejicaneada” la que llevó a Alberto Fleitas hacia la celebridad.
Sucedió durante la noche del 8 de febrero de ese año, cuando una banda intentó robar un cargamento de repuestos mecánicos que Otero supo esconder en una quinta del sur bonaerense. Todo derivó en un furibundo tiroteo con un saldo de de cuatro agresores muertos. Las balas que acabaron con ellos habían sido escupidas por una ametralladora Halcón. Y quien la manejaba no era otro que El Jailaife.
Desde entonces, su nombre fue público. Y su vínculo con el Rey de los Contrabandistas, inocultable. Ambos estaban asociados en un florido abanico de asuntos.
Con el paso del tiempo entraría en escena el subcomisario Botey. Éste era el encargado de establecer las zonas liberadas; o sea, permitía el ingreso de los cargamentos que Otero traficaba desde las costas uruguayas. Y el bueno de Fleitas supervisaba personalmente las operaciones. Todo anduvo sobre rieles hasta que una patrulla de Prefectura decomisó un costoso envío de cigarrillos norteamericanos y cajas de whisky escocés. Los contrabandistas se enfadaron con el policía al punto de reducirle sus honorarios. Para Botey ello fue como una declaración de guerra
Pues bien, su respuesta consistió en secuestrar a Fleitas. Y ello ocurrió durante la madrugada del 19 de diciembre de 1962, luego de que éste saliera del Tabaris, el más fastuoso “cabarulo” de la época.
Su cautiverio se prolongó hasta la Navidad, cuando fue liberado tras el pago de un suculento rescate. Y la guerra siguió su curso. Semanas después, dos subordinados del policía aparecieron acribillados en un descampado de La Lucila.
En tanto, la concubina de El Jailaife fue capturada por desconocidos. Y nunca más se supo de ella. Pero él no tuvo demasiado tiempo para lamentarlo, dado que –como ya se sabe– fue ejecutado en un basural del Bajo Flores.
Otero dedujo de inmediato que las sospechas sobre él en relación a ese crimen eran en realidad fruto de una maniobra del subcomisario. La misma quedó al descubierto cuando Botey fue relevado de su cargo y detenido por “encubrimiento agravado”.
Por último, los vecinos salieron a la calle para clamar por su restitución.
Casi un dato de color.
Los malditos caminos
En el aspecto estrictamente judicial, el asesinato del contrabandista quedaría sin esclarecer: el subcomisario Botey recobró rápidamente la libertad, pero sin regresar al servicio activo en La Bonaerense. En cambio, fue investigado por el secuestro extorsivo de un gerente del Banco de Shaw, aunque de ello también salió bien parado.
Ya en 1966, tras el golpe de Juan Carlos Onganía, el nuevo gobernador provincial, general Francisco Imaz, lo rescató del ostracismo para convertirlo en jefe de su custodia. También cumplió tareas inorgánicas en la SIDE. Y fue alternando tales funciones con el delito.
Fue así que se abocó de lleno al negocio del secuestro extorsivo. Y sus víctimas preferenciales fueron empresarios, comerciantes y estancieros. Dos años después, cayó tras las rejas en el marco de aquella actividad, luego de que la policía liberara a un antiguo funcionario peronista –señalado en ese entonces como informante del Ejército–, quien permanecía retenido por Botey en un “aguantadero” de Barracas.
A raíz de ello, pasó otra corta temporada en la cárcel de Caseros.
En agosto de 1971 sería nuevamente detenido; esta vez acusado por su presunta participación en el fallido secuestro del general Julio Alsogaray.
A partir de entonces, su rastro se perdió para siempre.
A su vez, el lugar de Fleitas en el esquema del contrabando fue ocupado por su ahijado, Orlando Picallo. Pero éste no tardó en ser enviado hacia el Más Allá a raíz de una confusa venganza.
Otero, luego de quedar definitivamente librado de las sospechas que lo vinculaban al asesinato del Jailaife, regresó a sus lugares habituales. Y por un largo tiempo no tuvo contratiempos con la Justicia.
Recién en 1972 se le inició una causa penal en Mendoza, donde poseía una pista de aterrizaje clandestina. Pero el asunto no pasó a mayores. En esa ocasión, su defensa fue ejercida por el abogado Conrado Gómez, a quien conocía del ambiente turfístico.
Es de resaltar que éste –un hombre de izquierda cuya cartera de clientes incluía a presos políticos– también era propietario de un haras con una docena de pura sangre que corrían en La Plata y Palermo. Pero el doctor Gómez estuvo lejos de imaginar que terminaría enlazado a Otero en un destino trágico.
En tanto, el insigne contrabandista no pudo recuperar el anonimato que tanto apreciaba. Y la leyenda sobre su fortuna se fue acrecentando. El involuntario renombre que había adquirido sería, pocos años después, su pasaporte hacia la desgracia.
En diciembre de 1976, al salir del edificio donde estaba la redacción de La Fija, situado en la esquina de Riobamba y Corrientes, un presunto peatón le aplicó un tacle y, mientras caía sobre la vereda, otros cuatro se abalanzaron sobre él, antes de ser introducido, entre golpes y zamarreos, a un Falcon azul. Los tipos pertenecían al Grupo de Tareas 3.3.2 de la Armada, y estaban encabezados por el teniente de navío Jorge Radice (a) “Ruger”.
Durante aquella misma semana, la patota a su mando también secuestró a los empresarios vitivinícolas de Mendoza, Victorio Cerutti y Horacio Palma, junto a su asesor letrado. Éste no era otro que Gómez.
Todos terminaron en los sótanos de la ESMA, donde fueron sometidos a torturas inenarrables Gómez y Otero tuvieron una mala suerte accesoria: el almirante Emilio Eduardo Massera compartía con ellos la pasión por el turf. De modo que los despojó de sus caballos. Pero eso fue –diríase– una “yapa”, ya que los bienes patrimoniales de los cuatro fueron diluidos a través de una operatoria repleta de sociedades ficticias y testaferros, antes de ser asesinados.
Ya restaurada la democracia, Massera y Radice fueron condenador por estos y otros crímenes. Al almirante, la muerte lo rescató de la reja. Radice, en cambio, aún cumple sus múltiples condenas a perpetuidad.
Actualmente, de esa historia sólo subsiste el hábito de “mejicanear”.