Los testimonios de tantísimas personas que vieron en escena a Ana Pavlova, en distintos momentos de su larga carrera, coinciden en afirmar que fue la mejor bailarina de la historia.
Si es una exageración, ¿cómo saberlo? Lo que sí puede saberse es que nadie como ella, ni antes ni después, despertó la vocación por la danza en innumerables niñas a lo largo del mundo; nadie como ella recorrió un número tan grande de escenarios, ciudades y países.
Y aún otro dato relevante: fue la única mujer que creó una compañía de ballet propia y la condujo durante diez años, algo completamente inimaginable en su época y aun en las décadas siguientes.
Ana Pavlova fue, en síntesis, una proselitista involuntaria y un mito en su propio tiempo.
Había nacido el 12 de febrero de 1881, en una aldea cercana a San Petersburgo. Su madre era lavandera y respecto de su padre hay dos versiones: que abandonó a la familia cuando Ana era muy pequeña o que murió cuando ella tenía apenas dos años.
Como fuera, creció en condiciones de una extrema pobreza.
Sin embargo, en 1891 la vida de Ana tomó un rumbo definitivo cuando ingresó, después del riguroso examen de admisión, a la Academia Imperial de Ballet de San Petersburgo, una extraordinaria escuela de formación de bailarines absolutamente gratuita.
Ana Pavlova fue la primera bailarina en tener su propia compañía.Estaba sostenida por el gobierno zarista, como lo estaría desde 1917 por el gobierno soviético, y así puede explicarse cómo Rusia pudo producir a lo largo de un siglo y medio un número tan grande de bailarines cuya fama trascendió las fronteras.
Todo niño o niña que demostrara sus potenciales condiciones en el examen de admisión –llámense Nijinsky, Nureyev, Barishnikov, Plissetskaia, Makarova y centenares más- tenía una educación artística completa a lo largo de diez años.
Nace una estrella
Poco después de entrar al Ballet Mariinsky, la compañía oficial de San Petersburgo, la delgadísima y menuda Ana fue pronto identificada como una futura estrella por el selecto grupo de balletómanos.
Este extraño clan estaba formado por oficiales de la corte e individuos de familias aristocráticas completamente fanatizados por sus artistas favoritas.
Unos sesenta años antes, cuando la célebre Marie Taglioni bailó La Sylphide en San Petersburgo, un grupo de balletómanos de aquella época comieron un par de zapatillas de baile de la artista, preparadas por un cocinero y seguramente acompañadas con una buena salsa. En fin, así eran estos muchachos.
Lo cierto es que Ana Plavlova creció en la atmósfera segura del Teatro Mariinsky, cuidada como una flor de invernadero.
El coreógrafo y maestro Marius Petipa le confió muchos de los grandes roles de su repertorio y cuando en 1909 se unió fugazmente a la compañía de Serguei de Diaghilev para una primera y fabulosamente exitosa temporada parisina (hasta ese momento el ballet ruso y sus artistas, eran enteramente desconocidos para el público de Europa occidental), fue su figura la que ilustró el afiche.
Pero cierto deseo de independencia ya la rondaba; desde 1906 y durante sus vacaciones de verano, comenzó a hacer giras por Escandinavia con su compañero Adolphe Bolm.
Su danza provocó tanta sensación que al terminar una función en Estocolmo un grupo de jóvenes desenganchó los caballos de su coche y ellos mismos lo arrastraron hasta el hotel de Pavlova.
Ana Pavlova, la gran bailarina, murió a los pocos días de cumplir 50 años.
Un solo creado para ella
En 1912 estaba ya casada y se había instalado con su marido en Hampstead, un barrio situado en una colina de la ciudad de Londres. Aunque no pasaba demasiado tiempo allí, a causa de sus viajes, amaba mucho esa casa, su parque, sus animales y su estanque con cisnes.
Recordemos que en 1907 el coreógrafo Mijail Fokin había creado para ella el celebérrimo solo La muerte del cisne con el que se la identificó para siempre.
El año anterior ya había formado su propia compañía con la que inició una gira interminable; alguien calculó que había viajado 500.000 kilómetros a lo largo de diez años. Ningún pueblo le parecía demasiado pequeño; ningún escenario, demasiado humilde. Recorrió todo el continente americano, Europa Occidental, Egipto, la India, el sudeste de Asia, el sur de África, Australia y Nueva Zelanda.
Murió en 1931 afectada por una pleuresía durante una gira por Holanda. Once días antes había cumplido cincuenta años.
Su muerte y su espíritu transmutado
Ana Pavlova. Tras su muerte, varias bailarinas dijeron que su espíritu había transmutado en ellas.La muerte de Ana Pavlova provocó una ola de histeria sin precedentes que fue recogida por los periódicos de la época: una joven se encerró una semana en su habitación y se negó a tomar alimentos.
Además, un buen número de adolescentes afirmaron que el alma de Pavlova había transmigrado a sus cuerpos; cada una afirmaba haber recibido el alma auténtica de Ana y acusaba a las demás de impostoras.
En París, una muchacha declaró que ella era la mismísima bailarina y que sus obras le pertenecían. El viudo de Ana Pavlova llevó el asunto a los tribunales y el asunto fue un festín para la prensa parisina.
Pero esta manía no estaba solo limitada a alguna gente un poco trastornada.
Ana Pavlova hizo largas giras para mostrar su arte.La británica Alicia Markova, una de las grandes estrellas del ballet del siglo XX, creía que el espíritu de Pavlova tomaba posesión de su cuerpo cuando ella bailaba y a pesar de las burlas de sus compañeras -“¡Eh, Alicia!, ¿cómo está portándose el espíritu hoy?”- nunca abandonó esta convicción.
La coreógrafa y autora estadounidense Agnes de Mille, en el precioso texto dedicado a Ana Pavlova en uno de sus libros de memorias, recuerda:
“Las cenizas de Ana se colocaron en el cementerio de Hampstead Heath y toda la gloria de la danza de la época imperial estuvo allí. Pero también en Nueva York, Los Ángeles, París, Berlín, Roma, San Francisco, donde hubiera una iglesia ortodoxa rusa, se reunieron miles de bailarines, algunos que la habían conocido personalmente y muchísimos que no».
Para completar: «Acudí con mi madre al funeral en Nueva York, donde se habían reunido todos los bailarines de la ciudad. Al finalizar la ceremonia Mijail Fokin, como ruso, colega y como su más antiguo amigo, recibió nuestras condolencias. Su esposa, Vera Fokina, estaba junto a él, vestida de negro de los pies a la cabeza”.
La frutilla del postre
¿Qué hizo a Ana Pavlova ser la artista excepcional que fue?
La excelsa bailarina Margot Fonteyn escribió sobre esto: “Creo que las cualidades que colocaron a Ana Pavlova por encima de todas las demás fueron la intensidad de su espíritu, la compulsión apasionada y una gracia que hacía significativo incluso el movimiento más diminuto. Donde otros tenían que aprender el arte, el de ella estallaba como el calor del sol. Creo que Ana Pavlova, sin la danza, hubiera vivido incompleta. Y ciertamente, sin Pavlova, la danza hubiera permanecido incompleta”.
El postre Pavlova. Lo creó un chef en Nueva Zelanda en homenaje a la gran bailarina. Para concluir, y en otro orden de cosas –o quizás no-, una referencia gastronómica: en 1926, durante una gira por Nueva Zelanda, un chef creó para ella y en su homenaje, el famoso Postre Pavlova.
Esta exquisitez se compone de pocos elementos y muy simples: merengue, crema chantilly y frutos rojos. Una combinación perfecta, tan sutil como rotunda.