Se cargó al hombro las mejores cualidades que distinguen a los periodistas de cuna y escuela. La escritura pulcra, en base a la buena administración del castellano, con pizcas de sarcasmo y huellas notorias -hiciera lo que hiciese- de una persona erudita y leída, capaz de sobresalir, como lo hizo en tantas radios y en su paso televisivo por TN, siempre con el sello de su estilo propio (“El toque Mactas”), pausado, inteligente y sagaz, dueño de un refinado uso de la ironía o de una florida semblanza melancólica, si cabía. Si hasta supo dar algunos pasos por el cine, como guionista (tarea que compartió con la consagrada Aída Bortnik) y hasta actor en el programa del legendario Dringue Farías. Virtudes como las suyas con el paso de las décadas de a poco se irían perdiendo ante la proliferación de panelistas, influencers y opinadores varios, que le darían otra identidad al género periodístico.
Mario Mactas, muerto el sábado a los 80 años en la Fundación Favaloro a causa de una neumonía que finalmente pudo doblegarlo, representó más que un hombre con una excelente trayectoria a cuestas y los suficientes años de vida encima como para ser testigo de buena parte de los padeceres argentinos.
Navegó a dos aguas, porque perteneció a ambas orillas, entre la escuela de la vieja bohemia y la irreverencia generacional que afloraría en los años 60 y 70 con el destino de ser refutadores, creativos, talentosos, derribadores desprejuiciados de los mitos más acendrados de la profesión. Era seguir el instinto generacional de ese rumbo incierto, o simplemente “no ser”. Eligió ese camino novedoso, bautismal casi, sin renegar de la generación de las madrugadas altas, de sol ya subido, ciertos desórdenes existenciales, y partícipe, quizá por eso mismo, de las pendencias dialécticas y los arrebatos verbales propios de la insolencia generacional de su formación en el Nacional Buenos Aires y su paso sin diploma por los claustros de la UBA en Medicina y Filosofía. Se diría que había allí algo metafórico en su vida: las ganas de curar y el ansía de aprender.
Ejerció el periodismo como oficio artesanal, quizá un tributo a esos maestros que se admiraban en silencio en las viejas redacciones, que supo articular como el desempeño profesional en publicaciones de gran tirada, como la revista Gente, a la cual dio lustre junto a Alfredo Serra, Enrique Juan Ricardo, “Jarito” Walker, desaparecido luego en la dictadura por su militancia montonera, Rolando Hanglin y Reneé Sallas, entre tantos nombres de prestigio, más allá del rumbo editorial de la publicación y de su simbolismo social.
Fue uno de los prototipos periodísticos de una época en la cual el país, ese errático territorio que con los años lo llevaría a dividir afectos con la España del exilio, que lo acogió en las malas y le recuperó el sentido del disfrute de la vida. Ciudades como Madrid, Barcelona y los bellísimos arrabales mediterráneos de Sitges, verían su reverdecer profesional. Quizá por eso y por la vida más serena y feliz que allí tendría, terminaría enamorándose de ellas y se las llevaría para siempre en sus memorias más gratas.
Estuvo una década en las tierras de El Quijote, donde fue columnista de distintos medios: Interviú, Penthouse, Paris Match y Destino. También trabajó en agencias publicitarias y vivió principalmente en Sitges, Cataluña. Su exilio se había iniciado en Colombia y seguiría en París. Esa España del tono castizo, a la cual finalmente arribaría, le contagió su hablar coloquial ante el micrófono.
Allí había llegado luego de verse envuelto en Argentina en trifulcas homéricas simplemente por escribir lo que pensaba, mientras a su alrededor la vida languidecía ante la rigidez de las ideologías y el acoso de las sombras de la represión. Estas últimos, en forma de “grupos de tareas”, se lo habían llevado en 1977, al salir de una redacción.
Mactas ya se había consagrado en Satiricón, revista de humor mordaz y eléctricas elipsis políticas, brillante creación de Oskar Blotta, que era esperada al pie de los quioscos céntricos por legiones de fieles lectores. La agudeza de su columna “Contra toda forma de opresión” no estuvo ajena a esa semana como desaparecido. En su redacción se reencontró con Hanglin, se juntó con Carlos Ulanovsky y un elenco de jóvenes lúcidos que molestaron a las patrullas censoras de la dictadura recién iniciada. Lo devolvieron con vida y el ultimátum de dejar el país en 24 horas.
Su natural espíritu nómade, propio de un bicho merodeador de cafés y un touch callejero, pronto haría las valijas y su nuevo destino sería Colombia. Fue el principio de una vida trashumante.
Había nacido el 13 de agosto de 1944 en Buenos Aires, pero pasó parte de su infancia en Carlos Casares, en el corazón de la pampa húmeda bonaerense. Su padre era arquitecto, pero Mactas recordó como gran influencia en su formación a su tía Albertina, quien despertó en él la pasión por la lectura. Carlos Casares fue un terruño que evocaba siempre con gratitud, sus padres y abuelos habían nacido allí: “Fuimos allí durante al menos 30 años. La primera mitad de esos años nos quedábamos los cuatro meses de vacaciones de verano. Me convertí en una persona del lugar.”
Con la democracia, Mactas retornaría al país. Y sus talentos florecerían en catarata: columnista escrito y televisivo, programas de TV, novelas y un ciclo radial desopilante con su colega Rolando Hanglin, un duelo al aire, casi actoral, en Radio Continental, donde salían al toro, sin libreto, a puro talento, como dos adolescentes atrevidos, pero en plena madurez profesional. Ese espacio (“El Gato y el Zorro”), no sólo marcó una época: llegaría a la impresión de varios libros y se llevaría en 2007 el premio Konex radial. Además, escribió títulos como Monólogos rabiosos, El enano argentino, El gato y el zorro, El amante de la psicoanalista, Las perversiones de Francisco Umbral y Así como tiemblan las piernas de mi amada. Su libro más reciente, “María Kodama, esclava de la libertad”, fue exitoso en ventas.
No le quedó reconocimiento ni homenajes en vida sin recibir, quizá los que más signifiquen en las trayectorias profesionales y personales: la Legislatura porteña lo elegiría como Personalidad Destacada de la Cultura.
Tuvo una agitada vida sentimental, con cuatro matrimonios y muchos amores. Un seductor a la vieja usanza. Fruto de sus relaciones estables tendría cuatro hijas mujeres y un varón. Mariana, la mayor, periodista como él, heredera de inteligencia y ojos, el año pasado estrenó en el Bafici el documental “Un tal Mario”, donde repasa la vida y trayectoria profesional de Mactas. “Quise registrar la manera particular de mirar el mundo que tiene mi papá”. El mejor premio, el mejor halago. Quizá ese día Mario Mactas haya comprendido, finalmente, que su siembra había sido más maravillosa de lo que él creía.