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Los límites del Presidente

Pudo redactar una resolución más alambicada, menos franca. Pero la Corte Suprema prefirió escribir una decisión que exhibiera su fastidio con la designación por decreto de Ariel Lijo como miembro de ese elevado tribunal, sin que renunciara antes como juez federal, y también con la Cámara Federal, porque le había aceptado al candidato a juez supremo un incorrecto pedido de licencia. La Cámara no tiene facultades para hacer eso. Antes, en septiembre último, el Congreso rechazó por primera vez en la historia un decreto de necesidad y urgencia de un presidente; fue el que le destinaba a la SIDE 100.000 millones de pesos adicionales para fondos reservados (recursos del Estado que se gastan arbitrariamente y sobre los que nunca se rinden cuentas). En cinco meses, el Presidente tuvo la advertencia de los otros dos poderes del Estado, el Legislativo y el Judicial, de que no todo le será permitido solo porque ha ganado una elección que lo convirtió en jefe del Estado. La reacción de esas instituciones subraya que existen todavía instancias que no aceptan la opción presidencial entre la guerra o la sumisión, aun cuando muchos elijan la obsecuencia. Javier Milei va construyendo un gobierno de funcionarios que prefieren acatar o callar ante el riesgo de ser echados de mala manera. El pánico es un obstáculo para una advertencia diferente. Lo que está sucediendo con Lijo (y lo que podría suceder) indica también que el Presidente acepta el primer consejo que le dan, sin chequear nada, sin contrastar con otras opiniones, aunque ese consejo se refiera a cuestiones de una crucial significación. El primer consejo vino del juez de la Corte Ricardo Lorenzetti, que está en minoría en el tribunal, porque el magistrado consideró que era necesario colocar en la cima del Poder Judicial a un abogado con experiencia en la cotidiana administración de justicia y, sobre todo, de la Justicia Federal. Eligió a su amigo Lijo. La mayoría de los casos de más impacto público que llegan a la Corte se originan en los tribunales penales federales. Ahora bien, ¿el Presidente no debió, antes de promover a Lijo y seguir el consejo de Lorenzetti, explorar primero la opinión de otros jueces y recabar el concepto que tienen de ese candidato las asociaciones de abogados más prestigiosas? ¿No debió, acaso, investigar si en el Senado existía la mayoría agravada que impone la Constitución, el voto de los dos tercios de los senadores presentes, antes de enviar los pliego de Lijo y del constitucionalista Manuel García-Mansilla? Es cierto que la propuesta de Lijo arribó al Senado con el acuerdo explícito de casi todos los jueces federales de todas las instancias de ese fuero. La reacción de la corporación judicial es infaltable. Lijo tuvo siempre una activa vida social, que incluyó encuentros frecuentes con sus colegas de los tribunales, con legisladores y con gobernadores. Por eso, la decisión de la Corte del jueves (que rechazó de plano el pedido de licencia de Lijo y revocó secamente la decisión de la Cámara Federal de concedérsela) significó una derrota para muchos funcionarios judiciales. En esa lista puede incluirse a Lijo y a Lorenzetti, pero también a todos los poderosos jueces federales; estos son ahora menos poderosos que el miércoles último, el día anterior al jueves cruel en que la Corte decidió no tomarle juramento a Lijo por segunda semana consecutiva. Dicen, incluso, que hasta Lorenzetti deslizó poco antes del jueves que a su ahijado Lijo no lo aguardaban buena noticias. “Ariel debe esperar que las cosas se calmen”, habría dicho, escéptico. El problema esencial de Lijo, además de los muchos y graves cuestionamientos éticos e intelectuales, es precisamente que no puede ser juez en dos instancias, aunque en una estuviera de licencia. La opinión con más sentido común se escuchó de parte de una prestigiosa jueza: “El deber básico de un juez es saber qué quiere ser”. ¿Lijo quiere ser juez federal o juez de la Corte Suprema? Hizo quedar mal a mucha gente. Varios jueces de la Cámara Federal se arrepintieron luego de haberle dado una licencia que ellos no podían conceder. Esa fue la opinión permanente del presidente de la Cámara, el juez Mariano Llorens, pero este tropezó con las presiones que cambiaron la opinión de los otros jueces de ese tribunal. La Corte los corrigió con párrafos destemplados.

Ningún gobierno en los 40 años de democracia eludió el Congreso para firmar un programa con el FMI sobre la deuda del país

Una novedad sucedió en la Corte cuando García-Mansilla decidió sumarse a los jueces Horacio Rosatti, presidente del cuerpo, y Carlos Rosenkrantz, vicepresidente. Una nueva mayoría se instaló de hecho en el tribunal. Esos magistrados, que conforman la mayoría de tres que requiere cualquier decisión de la Corte, firmaron el rechazo de la licencia de Lijo y la tajante negativa a tomarle juramento como juez supremo. Lorenzetti eligió no opinar, aunque se supone que en la reunión con sus colegas defendió la licencia de Lijo. La posición de García-Mansilla fue, seguramente, una sorpresa para Lorenzetti porque él presentía que el flamante magistrado lo acompañaría en defensa de Lijo. Pero García-Mansilla eligió respetar la jurisprudencia de la Corte y, así, volcó dramáticamente la relación de fuerzas en el vértice del Poder Judicial. García-Mansilla solo cumple su deber, aquí y ahora. No está seguro de nada. Cuando la Corte aceptó tomarle juramento a él porque no es juez ni funcionario de la Justicia, hace diez días, los otros magistrados lo llamaron y le dijeron que estaban dispuestos a esperar hasta que invitara a su familia y a sus amigos a la ceremonia de asunción. “Voy solo”, contestó García-Mansilla, seguro y definitivo. No quería una brillante ceremonia cuando no sabe por cuánto tiempo más será juez de la Corte. El acto de juramento de García-Mansilla no duró más de 20 minutos por decisión del propio García-Mansilla. Imposible mayor austeridad.

Hasta la tarde del viernes no había ingresado en el Senado un pedido de sesión para tratar el acuerdo de los jueces. Puede ingresar en cualquier momento. El Congreso está en sesiones ordinarias y, por lo tanto, el Senado tiene en principio sesiones todos los jueves a las 11. Previamente, los líderes de los bloques deben reunirse con la vicepresidenta del Senado, Victoria Villarruel, presidenta natural del cuerpo, y decidir entre todos si es necesaria la reunión y establecer, en caso de convocarla, qué temas se tratarán. El pliego de Lijo puede incluirse sin demoras ni requisitos, porque ya cuenta desde hace tiempo con el dictamen de la Comisión de Acuerdos; el de García-Mansilla requiere, si consiguen el dictamen que aún no tiene, siete días previos antes de que lo considere el plenario del cuerpo. Los rumores que venían del Senado eran pesimistas respecto de la suerte de los dos jueces. Mucho más agoreros son los pronósticos después del decreto presidencial que nombró a los magistrados en comisión horas antes de que concluyera el receso parlamentario, porque fue recibido en el Senado como una provocación al cuerpo. En ese momento se activaron todos los mecanismos para defender las facultades del Senado. Las conversaciones frenéticas se sucedieron entre los distintos bloques, y todos coincidieron en que el Senado debe pronunciarse cuanto antes después de que la Corte no le tomó juramento a Lijo. “Es cierto que una cosa es lo que algunos senadores dicen, cuando dan la vida por la república, y después, cuando votan, entregan rápidamente la república”, aguijoneó un senador. Pero las gestiones entre los senadores no concluyeron. Al contrario, García-Mansilla consiguió ya en la Comisión de Acuerdos ocho firmas (todas en contra) de las nueve que necesita para que su pliego pueda ser tratado en el recinto. Los senadores le reprochan que haya dicho en el Senado que no aceptaría una designación por decreto, que luego terminó aceptando. Para justificarlo, en la Corte explicaron que la opción de García-Mansilla era que hubiera dos Lijo y no uno. El Senado no se resigna a quedar en los tugurios de la historia. “Los jueces de la Corte deben tener la legitimidad que les da una designación que cumpla con la Constitución”, señaló la senadora Guadalupe Tagliaferri, de Pro. Es la común opinión de los senadores.

El conflicto de fondo es que el Gobierno se niega a negociar nada; la negociación es la práctica común en el mundo de las democracias entre los que gobiernan y los legisladores. Aseguran que el oficialismo intentó una primera negociación con Cristina Kirchner, pero las condiciones que esta puso fueron rechazadas en el acto. No se volvió a hablar del tema. Nunca Cristina Kirchner le dará el voto de los senadores que le responden (es un misterio el número de senadores cristinistas fanáticos que existen) sin una negociación previa con ella. Tampoco los gobernadores peronistas no cristinistas o los aliados no peronistas entregarán el voto de sus senadores a cambio de nada. El escándalo político de la designación de Lijo, sobre todo, es demasiado importante como para que paguen un caro precio político sin recibir algo en retribución. Los acuerdos del Senado, más que nada los de los jueces de la Corte, son la facultad más poderosa del Senado, porque es exclusiva de ese cuerpo. En el resto de las decisiones debe compartir el poder parlamentario con la Cámara de Diputados. También existe –por qué negarlo– el voto por convicción de varios senadores o de los partidos que representan. Es el caso de los senadores de Pro (Mauricio Macri ratificó que su bloque votará en contra de Lijo), de senadores como Luis Juez y Francisco Paoltroni y de varios del radicalismo, sobre todo de los que no tienen encima un gobernador que los presiona. Se vio hace poco cómo el presidente del bloque radical de senadores, el correntino Eduardo Vischi, firmó la resolución que creaba una comisión investigadora del escándalo de la criptomoneda, pero luego votó en contra de esa comisión que él mismo había propuesto. El gobernador de Corrientes, el radical Gustavo Valdés, cambió el votó de Vischi. ¿Lo volverá a cambiar ahora?

Otro decreto, este de necesidad y urgencia, acaba de anunciarse para saltar por encima de facultades constitucionales del Congreso; el decreto aprobará, sin mayores detalles, el acuerdo con el Fondo Monetario. Milei tirará la ley a la banquina. El artículo 75 de la Constitución, en su inciso 7, dice que el Congreso debe disponer sobre la deuda del país. Se lee textualmente en el capítulo sobre las atribuciones del Congreso: “Arreglar el pago de la deuda interior y exterior de la Nación”. Ningún gobierno en los 40 años de democracia eludió el Congreso para firmar un programa con el Fondo sobre la deuda del país. Nunca el Congreso le negó su aprobación a un acuerdo de cualquier gobierno con el FMI. Hasta Elisa Carrió acaba de anunciar que su partido aprobará el acuerdo con el Fondo. “Nunca tampoco hubo dos años seguidos sin un presupuesto aprobado por el Congreso”, ironizó un senador. No es cierto el pretexto de que los decretos de necesidad y urgencia también los trata el Congreso. El DNU necesita el rechazo de las dos cámaras legislativas, del Senado y de Diputados. Con un solo rechazo no basta. En cambio, un trámite común en el Congreso necesita, al revés, la aprobación de las dos cámaras. El rechazo de una sola de ellas anula la decisión. Fue, en síntesis, otra provocación, esta vez al Congreso, no solo al Senado. ¿Por qué? ¿Qué necesidad había? “Para que el ministro Caputo firme lo que él quiera con el Fondo”, se escuchó en la Cámara de Diputados; los síntomas de paranoia eran generalizados entre legisladores. A veces, los paranoicos tienen razón. Más que acatar los límites que le colocaron la Justicia o el Congreso, a Milei le gusta vivir en un permanente estado de guerra política. Es el paraíso que se construyó entre los mortales.

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