El economista Milton Friedman afirmó célebremente que «nada es tan permanente como una medida temporal del gobierno» (Friedman, 1962). Esta observación resulta particularmente pertinente al analizar la trayectoria del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) en Uruguay. Creado en 2005 durante la primera presidencia de Tabaré Vázquez como parte del Plan de Equidad, una iniciativa concebida para enfrentar la crisis social heredada de la debacle económica de 2002, el MIDES se presentó inicialmente como una respuesta transitoria. Sin embargo, lejos de desaparecer una vez superada la emergencia, su estructura y presupuesto han experimentado un crecimiento sostenido, consolidándose como un actor central en la política social uruguaya.
Durante el último gobierno del Frente Amplio (2015-2020), el presupuesto del MIDES se duplicó, pasando de aproximadamente 10.000 millones de pesos uruguayos en 2015 a más de 20.000 millones en 2019, según estimaciones ajustadas por inflación (MIDES, 2020).
Esta tendencia continuó bajo la administración siguiente, reflejando no solo una inercia institucional, sino también una incapacidad para cumplir con la promesa implícita de su creación: reducir la dependencia de los programas sociales mediante la resolución estructural de la pobreza. Tras quince años de gestión progresista (2005-2020), cabría esperar que el MIDES hubiera perdido relevancia si los objetivos de autosuficiencia ciudadana se hubieran alcanzado. No obstante, la permanencia y expansión del ministerio sugieren que la «emergencia» se ha institucionalizado, transformándose en un estado crónico que requiere, según sus defensores, una presencia indefinida.
La efectividad de cualquier política social debe medirse por resultados concretos, y un indicador clave en este contexto es la tasa de salida de los beneficiarios de los programas asistenciales.
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Si el propósito del MIDES es promover la autonomía económica, el éxito debería reflejarse en una disminución progresiva de las personas dependientes de sus transferencias y servicios. Sin embargo, los datos disponibles pintan un cuadro diferente. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), la pobreza en Uruguay previo a la crisis de 2002 alcanzaba aproximadamente el 39% de la población (INE, 2003).
Tras la implementación del MIDES y dos décadas de políticas sociales, este indicador se redujo significativamente en los primeros años, estabilizándose luego en torno al 8-10% en la última década (INE, 2023).
Aunque esta reducción es innegable, la persistencia de niveles de pobreza similares a los de la pre-crisis en ciertos segmentos poblacionales, combinada con el aumento de beneficiarios de programas como la Tarjeta Uruguay Social o el Plan de Equidad, sugiere que el MIDES no ha logrado romper el ciclo de dependencia.
Desde una perspectiva económica, este fenómeno puede interpretarse como un ejemplo clásico de lo que los teóricos del bienestar llaman «trampa de la pobreza».
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Los programas asistenciales, al carecer de incentivos claros para la reinserción laboral o la movilidad social, tienden a perpetuar la necesidad de su propia existencia. En este sentido, el MIDES no solo representa un gasto significativo para el erario público —con un costo anual que supera el 1% del PIB uruguayo en 2023, según proyecciones del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF, 2023)— sino también una paradoja: su crecimiento presupuestario no se traduce en una reducción proporcional de la vulnerabilidad social.
Milton Friedman ofreció una solución alternativa a este tipo de ineficiencias burocráticas: el impuesto negativo sobre la renta (INR). Propuesto en su obra Capitalism and Freedom (1962), el INR plantea un sistema en el que los individuos con ingresos por debajo de un umbral determinado no solo quedan exentos de pagar impuestos, sino que reciben un subsidio directo del Estado proporcional a la brecha entre sus ingresos y dicho umbral.
Este mecanismo, implementado con éxito en Estados Unidos desde la década de 1970 bajo la forma del Crédito por Ingreso del Trabajo (EITC, por sus siglas en inglés), ha demostrado ser una herramienta eficaz para incentivar la participación laboral y reducir la pobreza sin los costos administrativos asociados a estructuras como el MIDES.
En el contexto uruguayo, la adopción de un INR podría simplificar el entramado de programas sociales, eliminando redundancias y reduciendo la burocracia.
Por ejemplo, un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID, 2019) estima que los costos administrativos de los programas de transferencias condicionadas en América Latina representan entre el 10% y el 20% de los fondos totales, un porcentaje que podría minimizarse con un sistema automatizado y universal como el INR.
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Además, al vincular el subsidio al esfuerzo laboral, se fomenta la reinserción económica, evitando la dependencia pasiva que caracteriza a muchos beneficiarios actuales del MIDES.
El caso del MIDES ilustra cómo una medida concebida como temporal puede arraigarse en la estructura estatal, perpetuando no solo su existencia, sino también los problemas que busca resolver. Los números son elocuentes: tras veinte años de intervención, la pobreza estructural persiste y el gasto público en asistencia social no muestra signos de decrecer.
La propuesta de Friedman, basada en el impuesto negativo sobre la renta, ofrece una alternativa viable que combina eficiencia económica con justicia social, desafiando el statu quo de una «eterna emergencia». En última instancia, el debate no debería centrarse en la existencia del MIDES, sino en su capacidad para cumplir con su mandato original: ser un puente hacia la autosuficiencia, no un destino permanente.